El planeta de don Quijote (por Iván Rivera)


Un nuevo testimonio sobre la estrella de Cervantes, bello como sabe hacerlo Iván Rivera (Brucknerite en las redes y en su blog en el que provoca: «adoctrinando en el procomún desde 2007). También se define así (en Naukas, otro lugar donde es autor y ponente en charlas apasionantes):

Otra instancia más de Homo sapiens. De pequeño quiso ser científico, astronauta y ganar dos premios Nobel. Conforme fue creciendo estas aspiraciones sufrieron progresivos recortes: finalmente se quedó en ingeniero de telecomunicaciones. Con más años de experiencia de los que quiere reconocer en la intersección del transporte ferroviario y las tecnologías de la información, capea la galerna como autónomo sin furgoneta. Tímido en rehabilitación y con más aficiones de las que puede contar, cuando tiene tiempo escribe en su blog sobre cualquier cosa que le llame la atención: ciencia, espacio, ingeniería, política…

 

El planeta de don Quijote

Ocurre con frecuencia en la ciencia ficción, y más concretamente en el delicioso subgénero de la space opera: la Humanidad, finalmente, consigue romper las cadenas energéticas del pozo gravitatorio terrestre y las no menos onerosas cadenas económicas de su propia insensatez y se lanza a colonizar otros sistemas planetarios. A veces montamos a lomos de imposibles naves superlumínicas; en la ciencia ficción más dura las naves son lentas y las generaciones se acumulan sin llegar a su destino. Desde Asimov hasta Roddenberry el patrón se repite. E, invariablemente, ¿qué hacen los colonos humanos al llegar a su destino? Nombrar.

Pero no de cualquier manera. Los autores de ciencia ficción se han puesto de acuerdo en muchas ocasiones en seguir la vieja convención de los colonos históricos, los de galeón y carreta, que dejó toda América cuajada de nombres repetidos: Cartagena (de Indias), (Nueva) York, Guadalajara. Pero también lugares nuevos con sabor a hogar: Buenos Aires, (San Cristóbal de) La Habana, El Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles del Río de Porciúncula (¿qué estaría pensando fray Junípero?). Así, Ifni, un antiguo territorio colonial español en Marruecos transformado en planeta en la saga de la Fundación asimoviana. Lusitania, Portugal transplantado al espacio en la saga de Ender de Scott Card. Tonto, deformación de Toronto, hogar de los nazis espaciales de la (lamentablemente) abortada serie del Escatón de Stross.

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Quizá no viajemos nunca en persona a todos esos lugares. Sin embargo, en las últimas tres décadas un goteo de descubrimientos de exoplanetas —planetas alrededor de estrellas distintas del Sol— se ha ido transformando, a la vez increíble y maravillosamente, en una lluvia de confirmaciones. El número de planetas descritos alrededor de estrellas, cercanas y lejanas, no hace más que aumentar gracias a avances tecnológicos que están revolucionando nuestra percepción del entorno estelar que nos rodea. Los planetas no son, como se supuso una vez, algo extraño y constreñido tan solo al vecindario solar. Más de una decena de métodos de detección nos están permitiendo, si no ver directamente, al menos describir planetas con propiedades extrañas y fascinantes.

Entre los rasgos que nos hacen Homo sapiens se encuentra, sin duda, la necesidad de nombrar. Era cuestión de tiempo que estos planetas nos reclamaran sus nombres. Dar una etiqueta más allá de un número de catálogo nos permite alcanzar un nivel de familiaridad simbólica con el objeto nombrado. Un sistema planetario puede tener cuerpos con características singulares y extraordinarias, pero para disparar la imaginación de verdad necesitamos nombres. Y ¿qué lugar mejor para buscar estos nombres que nuestra propia mitología?

Encontraremos, ya no cabe dudarlo, muchos más planetas de los que jamás podamos nombrar. Pero los primeros tienen un valor especial; una conexión adicional con nuestra imaginación, con la épica del descubrimiento. Por eso un nombre es significativo. Si además se asocia a un universo que nos ha dado siglos —literales— de entretenimiento y reflexión como el quijotesco, tenemos la oportunidad única de poner en marcha, al decir de los gestores de pro en corporativés, una sinergia. O como quizá habría podido leer Cervantes, un torbellino de seso y corazón, una danza entre lo imaginado y lo real, un acuerdo entre la vida y el sueño.

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Sea entonces HD 160691 o µ Ara y su familia —conocida hasta ahora— de cuatro planetas el objeto de un empeño no ya quijotesco ni cervantino, sino humano. Reciba un nombre que la haga perdurar en la imaginación de las gentes. Llámese «estrella de Cervantes» y a sus planetas, Dulcinea, Rocinante, Quijote y Sancho. Imaginemos una estrella de Cervantes muy similar a nuestro propio Sol a una distancia de 50 años-luz de nuestra única Tierra; una distancia que, si algún día rompemos la barrera del espacio, no es excesiva para hacer llegar una sonda que permita conocerla mejor.

Imaginemos un planeta con un «año» de tan solo nueve días. Un «neptuno caliente» de potentísimas tormentas, o una supertierra cubierta de océanos de lava barridos por mareas impensables: µ Ara c, o Dulcinea. Concibamos, a una distancia de su estrella intermedia entre las de Venus y la Tierra, un gigante gaseoso como Saturno: µ Ara d, o Rocinante. Un poco más allá, a una vez y media la distancia de la Tierra al Sol de su estrella, otro gigante como Júpiter y medio. Los gigantes gaseosos no tienen superficie sólida, pero si este tuviera lunas, podría albergar vida en alguna de ellas ya que se encuentra en plena zona habitable de su estrella: µ Ara b, Quijote. Por fin, a una distancia de Cervantes similar a la que separa Júpiter del Sol, un coloso aún mayor. Casi dos veces la masa del mayor planeta de nuestro sistema solar: µ Ara e, Sancho.

¿Tendrán lunas? Tardemos mucho tiempo en saberlo, si es que lo conseguimos. ¿Cómo serán? ¿Habrá anillos en alguno o varios de los planetas de Cervantes? ¿Alguna de las lunas de Quijote será lo suficientemente grande para retener una atmósfera densa, quizá incluso agua líquida? ¿Habrá tenido la oportunidad de florecer la vida en este rincón de la galaxia? Cervantes tiene mucha más historia que nuestro Sol a sus ardientes espaldas; tanta, que se duda si no estará agotando su hidrógeno para comenzar a quemar el más exigente helio y precipitarla, lenta pero inexorablemente, en una fase de crecimiento que acabará engullendo a Dulcinea y quizá a Rocinante. Un paso hacia la muerte estelar que acabaría con la vida, de existir, en las lunas de Quijote. ¿Habrá algo allí que pueda mirar hacia arriba e imaginar su destino a largo plazo?

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Todo es ciencia, todo es imaginación. Pero aquí, en nuestra Tierra, sí hay unos seres capaces —está confirmado— de mirar, observar, medir, descubrir. Y soñar. «Dichosa edad y siglos dichosos…»

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